OPERACIÓN REDIMENSIONAMIENTO / OJO ADVENTISTA.
La mayoria de los articulos de "Estatologico" estan siendo transferidos a dos nuevas secciones de Ojo Adventista: OPINIONES del MUNDO y NUEVO ORDEN MUNDIAL.

jueves, 28 de mayo de 2009

El síndrome de los salarios menguantes. Por Paul Krugman

Los salarios están bajando a lo largo y ancho de Estados Unidos. Algunos de los recortes salariales, como las devoluciones de los trabajadores de Chrysler, son el precio de la ayuda federal. Otros, como la tentativa de acuerdo sobre un recorte salarial en The New York Times, son el resultado de las conversaciones entre los empresarios y sus empleados sindicalistas. Pero hay otros que reflejan la realidad brutal de un mercado laboral débil: los trabajadores no se atreven a protestar cuando les recortan el sueldo porque no creen que puedan encontrar otro trabajo.

Sin embargo, sean cuales sean las circunstancias específicas, la bajada de los salarios es síntoma de una economía enferma. Y es un síntoma que puede hacer que la enfermedad de la economía empeore aún más.

Empecemos por lo primero: las anécdotas sobre las bajadas de los sueldos están proliferando, pero ¿se trata de un fenómeno muy extendido? La respuesta es sí, y mucho.

Es verdad que muchos trabajadores todavía reciben aumentos salariales. Pero hay por ahí suficientes recortes salariales como para que, según la Oficina de Estadística Laboral, el coste medio de dar empleo a trabajadores en el sector privado haya subido sólo un 0,2% en el primer trimestre de este año (el aumento más bajo que se ha registrado). Dado que la situación del mercado laboral sigue empeorando, no sería ninguna sorpresa que los sueldos en general empezasen a bajar a finales de este año.

Pero ¿por qué es eso malo? Después de todo, muchos trabajadores están aceptando recortes salariales a fin de salvar sus empleos. ¿Qué tiene eso de malo?

La respuesta se encuentra en una de esas paradojas que invaden nuestra economía ahora mismo. Padecemos la paradoja del ahorro: ahorrar es una virtud, pero cuando todo el mundo intenta que su capacidad de ahorro aumente radicalmente, la consecuencia es una economía deprimida. Padecemos la paradoja del desapalancamiento: reducir la deuda y sanear los balances generales es bueno, pero cuando todo el mundo intenta vender valores y saldar deudas al mismo tiempo, la consecuencia es una crisis financiera.

Y, dentro de poco, podríamos enfrentarnos a la paradoja de los salarios: los trabajadores de una empresa pueden contribuir a salvar sus empleos accediendo a cobrar sueldos más bajos, pero cuando los empresarios en todos los sectores económicos recortan salarios al mismo tiempo, la consecuencia es un aumento del paro (desempleo).

Así es como funciona la paradoja. Supongamos que los trabajadores del grupo XYZ aceptan un recorte salarial. Eso permite a la dirección de XYZ bajar los precios, lo que hace que sus productos sean más competitivos. Las ventas aumentan y más trabajadores pueden conservar su empleo. Así que se podría pensar que ese recorte salarial hace aumentar el empleo, lo que es cierto en el caso de la empresa en concreto.

Pero si todo el mundo recorta los sueldos, nadie obtiene una ventaja competitiva. Así que los salarios más bajos no benefician en nada a la economía. Por el contrario, la caída de los sueldos puede empeorar los problemas de la economía en otros frentes.

En particular, la reducción de los salarios, y por tanto, la reducción de los ingresos, agrava el problema de la deuda excesiva: las letras mensuales de la hipoteca no bajan como la nómina. Estados Unidos se metió en esta crisis con una deuda hipotecaria que, expresada como porcentaje de los ingresos, era la más alta desde los años treinta. Las familias tratan de reducir esa deuda ahorrando más de lo que lo han hecho en una década (pero, puesto que los sueldos bajan, es como intentar dar en una diana que se mueve). Y a medida que aumenta la carga de la deuda, se hunde más el gasto de los consumidores, y eso hace que la economía siga deprimida.

Las cosas pueden empeorar aún más si las empresas y los consumidores prevén que los sueldos seguirán bajando en el futuro. John Maynard Keynes lo expresó con claridad hace más de 70 años: "Las consecuencias de esperar que los salarios vayan a reducirse, por ejemplo, un 2% durante el próximo año son aproximadamente las mismas que tendría un aumento del 2% en la cantidad de intereses a pagar durante el mismo periodo". Y un aumento del tipo de interés efectivo es lo último que esta economía necesita.

La preocupación por la bajada de los salarios no es solamente teórica. Japón (donde los sueldos del sector privado descendieron como promedio más del 1% al año entre 1997 y 2003) nos brinda una lección práctica sobre la forma en que la deflación salarial puede contribuir al estancamiento económico.

Así que, ¿qué conclusión podemos sacar de la cada vez más evidente reducción de los salarios en Estados Unidos? Principalmente, que estabilizar la economía no es suficiente: necesitamos una recuperación real.

Últimamente se ha hablado mucho sobre brotes verdes y demás, y, de hecho, hay indicios de que el desplome económico que se inició el otoño pasado podría estar ralentizándose. Incluso es posible que la Oficina Nacional de Investigación Económica anuncie el fin de la recesión a finales de este año.

Pero es casi seguro que la tasa de paro va a seguir aumentando. Y todos los indicios apuntan hacia un mercado laboral cuya situación será terrible durante muchos meses o incluso años, lo que es una receta ideal para que continúen los recortes salariales, los cuales, a su vez, seguirán debilitando a la economía.

Para romper ese círculo vicioso, lo que se necesita básicamente es más: más estímulo económico, más medidas decisivas respecto a los bancos, más creación de empleo.

Al césar lo que es del césar: el presidente Obama y sus asesores económicos parecen haber alejado a la economía del abismo. Pero el peligro de que Estados Unidos se convierta en Japón (y tengamos que enfrentarnos a años de deflación y estancamiento) parece, como mínimo, que está aumentando.

Fuente: El País.com / 2009 New York Times Service.
Paul Krugman (28 de febrero de 1953) es un economista, divulgador y periodista norteamericano, cercano a los planteamientos neokeynesianos. Actualmente profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton. Desde 2000 escribe una columna en el periódico New York Times. En 2008 fue galardonado con el Premio Nobel de Economía.
Traducción: News Clips.

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jueves, 21 de mayo de 2009

Lujo o necesidad: cambio de hábitos por la crisis en los EE.UU.

El microondas ya no es una necesidad para los norteamericanos

Los americanos del norte están golpeados por la recesión/depresión que los sacude desde el año pasado. Y lo están al punto de que han empezado a revisar algunos de sus hábitos, costumbres y percepciones. Ya no más cuatro o cinco tarjetas de crédito y varios autos por familia. De hecho, el Gobierno ha recurrido a Fiat (especialista en autos chicos y económicos) para darle aire a Chrysler.

Los efectos de la crisis financiera y económica tienen implicancias macro pero también llegan a la vida cotidiana de los atribulados ciudadanos de los EE.UU. Contra lo que ha venido sucediendo desde hace décadas, el país deberá aumentar su ahorro y gastar menos, para reducir su dependencia del ahorro externo (chino, principalmente). Por lo pronto, el ahorro norteamericano subió ocho puntos con la crisis (de 0 a 8 % del producto bruto) y empieza a disparar un debate más profundo.

Según un estudio hecho por el Pew Research Center, uno de cada cuatro consultados ha sufrido el desempleo en su familia, y dos de cada tres han tenido algún tipo de problema económico. Es que los consumidores norteamericanos, temerosos de perder su empleo y al ver que muchas empresas cierran o se fusionan, han decidido destinar un porcentaje creciente de su ingreso al ahorro. Hasta ahora vivían cómodamente pero en base a endeudamiento, una fórmula que parece haber quedado cuestionada tras la debacle del sistema financiero. De aquí en más, tras haber visto cómo se evaporaba una parte de su patrimonio invertido en activos financieros (una mayoría perdió dinero de sus fondos de retiro invertidos en la bolsa), muchos norteamericanos empiezan a repensar sus decisiones de gasto y sus costumbres de consumo.

Una consecuencia para el día a día: los ciudadanos empiezan a dejar de considerar que algunos consumos habituales son una necesidad y empiezan a verlos como manifestaciones de lujo. Esto sucede con los microondas, los home theaters y hasta con aires acondicionados, según el estudio de Pew . En 1996, un 32 % consideraba "una necesidad" al microondas, porcentaje que se disparó a 68 % en 2006. Hoy es 47 %, lo que significa que un 53 % lo considera "un lujo". La consideración como "necesidad" de los aires acondicionados bajó 16 puntos en tres años, y la de los lavaplatos, 14 puntos. Teléfonos celulares y computadoras siguen siendo, para la mitad de la población, bienes de primera necesidad.

Con la crisis se mueven las percepciones de consumo y las fronteras entre lujo y necesidad. Hay un cambio de mentalidad sobre qué es esencial y qué es prescindible. Muchos vieron con buenos ojos armarse una huerta, siguiendo el ejemplo de la popular primera dama, Michelle Obama, quien sembró verduras en el jardín de la Casa Blanca. Sólo un 8 % considera una necesidad tener un TV chato; el popular Ipod es visto como necesidad sólo por un 4 % de los consultados. Cada vez más gente elimina gastos superfluos (un 24 % cortó TV por cable o satelital), y hace ella misma las reparaciones en la casa. El estudio de Pew encuentra que "ocho de cada diez adultos han tomado acciones de algún tipo para economizar dinero durante estos tiempos malos". Por otra parte, seis de cada diez afirman estar comprando ahora segundas marcas o en tiendas de descuento. Tres de cada diez consultados han cortado gastos en bebidas alcohólicas y cigarrillos.

Sin embargo, algunos consumos siguen sin bajar en la consideración de los norteamericanos: un 88 % considera al auto como necesidad frente a un 12 % que lo ve como lujo (casi inmóvil desde 1973, cuando era de un 90 %). Le sigue la línea de teléfono, con un 68 %. Lo interesante es que este cambio en las percepciones de consumo recorre a toda la sociedad. "Las conclusiones atraviesan edad, género, educación y nivel socio-económico? según Pew-. El cambio de actitudes ocurre rápido y en todos los segmentos de la población".

Fuente: La Nación.com /"El microondas ya no es una necesidad para los norteamericanos"
Autor: Diego Valenzuela /especial para lanacion.com

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viernes, 15 de mayo de 2009

¿Es Estados Unidos un Estado? Por Aurelio Arteta

Sabrás tú la respuesta, lector? No pregunto si Estados Unidos es un Estado liberal, federal o bastante democrático, sino un Estado a secas. Pregunto cómo puede siquiera formar una unidad política con capacidad de mantener la paz civil de su territorio si no dispone allí del monopolio en el uso de la violencia legítima.

Es decir, mientras esté privado de esa función sin la cual difícilmente podrá cumplir ninguna otra. La perplejidad rebrota cada vez que tenemos noticia de esas matanzas periódicas que estremecen aquel país, las últimas apenas hace unas semanas. O, antes de que estallen las masacres, en cuantas ocasiones se ha propuesto sin éxito en esa sociedad prohibir la compraventa de armas de fuego. ¿Para cuándo enmendar la Segunda Enmienda?

Sabemos por los clásicos que un Estado nace cuando sus miembros consiguen superar el miedo de todos a todos por preferir el miedo de todos a uno. Tal parece el requisito para lograr nuestro deseo más básico, que es obtener la máxima seguridad en la conservación de la propia vida. Todos, salvo los asesinos natos, hemos firmado una renuncia a defendernos por la fuerza, un acuerdo de confiar las armas al soberano para que éste nos defienda mediante ese poder común. (Un paréntesis nada inútil: esto tan obvio no lo es todavía en el País Vasco. Al cabo de 30 años de poder nacionalista, son bastantes los que aceptan que una banda de fanáticos dispute al poder público lo legítimo de aquel monopolio. Y son aún más los que, al reprobar por igual la violencia privada y la pública, vienen a ofrecer un respaldo indirecto a la primera).

También en Estados Unidos se encomienda esa protección individual al poder soberano, aun cuando la ley no obliga a ceder el derecho de defenderse a uno mismo con las armas en la mano y son millones los ciudadanos preparados para ejercerlo. Pero el caso es que las armas adquiridas como medios defensivos -porque las carga el diablo- se vuelven ofensivas a la menor oportunidad. De suerte que ese derecho a la autoprotección ha de provocar un riesgo mucho más general que si fuera denegado. En cuanto un ciudadano sepa o tan sólo sospeche que su vecino dispone de una pistola para prevenir su eventual agresión, ya cuenta con una razón (con tantas razones como vecinos armados) para sentirse amenazado y procurarse la herramienta para repeler su ataque. Aumentarán las medidas de vigilancia, pues ahora cualquiera resulta un criminal en potencia. En definitiva, allí donde cada uno puede portar armas mortíferas hay sobrado fundamento para que todos se teman mortalmente entre sí.

Y no es para menos. Pues aquel derecho incluye también el de discernir quién amenaza mi vida y dictar su condena o tomarme venganza; entraña la prerrogativa de reservarnos a un tiempo el papel de juez y verdugo de los demás. A lo mejor así este o aquel ciudadano consiguen salvar su vida en un momento dado, pero seguro que muchos inocentes caerán víctimas de semejante empeño. El ideal de la National Rifle Association parece el Far West redivivo. El sheriff y los paisanos, todos con el dedo en el gatillo; el uno invocando su deber de preservar la supervivencia colectiva, los otros su derecho a defender la suya propia... aun a costa de poner en graves apuros las ajenas.

Los estadounidenses exigen, desde luego, que su Estado les ampare frente a la agresión de otro Estado. Pero, de puertas adentro, tan fuerte es el miedo recíproco que no consienten abandonar su defensa individual en manos de nadie. Puesto que han de prever que su guardián legal les falte cuando más lo necesiten, cada cual deberá a fin de cuentas ocuparse de sí mismo. A esto conduce inexorablemente la obsesión desorbitada por la seguridad personal.

Lástima que sea una obsesión fallida, pues no hay seguridad absoluta posible ni mediante el sistema público más eficaz. Aunque la salvaguarda de cada uno corriera a cargo de un policía, nada nos asegura contra la eventual tentación de ese policía de agredirnos, lo que forzaría a que nos acompañara otro guardia para vigilar al primero. La cosa no acabaría aquí. Tampoco puede garantizarse -permítanme estirar la hipótesis- que este segundo policía fuera impecable en su cometido o no se volviera loco, y eso nos llevaría a demandar asimismo un psiquiatra dedicado a su examen continuo. Y como ni siquiera los psiquiatras están libres de un ataque de celos o de codicia, se requeriría otro psiquiatra atento a la conducta de aquel primero que -no se olvide- se cuidaba de la salud mental del policía que vigilaba al custodio inicial que protegía los pasos del ciudadano... ¿Dónde terminaría esta cadena?

Verás, pues, lector amigo. Uno cree que vivir en sociedad, por perfeccionado que fuere su aparato protector, estará siempre expuesto a que los conciudadanos nos hagamos algún daño. Reducir ese daño al mínimo debe ser prerrogativa del Estado. Y no conviene cuestionar tan viejo monopolio, pero sí someterlo a las condiciones de una justicia democrática.


Fuente: El País.com
Autor: Aurelio Arteta, nacido
español (vasco), Doctor en Filosofía y Licenciado en Sociología. Es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco / UPV.
Nota del Editor: como complemento a esta excelente nota, recomiendo ver el video Papi, comprame un Kalashnikov, realizado por Jon Sistiaga.

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miércoles, 6 de mayo de 2009

La revuelta de la desigualdad. Por Ulrich Beck

El enriquecimiento rápido convirtió a muchos en dependientes de la droga del dinero prestado. Ahora los ricos poseen un poco menos, pero a los pobres no les alcanza para vivir. La situación es (pre)revolucionaria

La revuelta de la desigualdad sacude al mundo entero: de Moscú a Helsinki, de Londres a Washington y de Berlín a Buenos Aires. En Internet encontramos páginas que invitan a quemar o a colgar a los banqueros. El centro mundial de las finanzas en Londres aconseja a las empresas que exhorten a sus trabajadores a no pasearse más en traje y corbata para evitar riesgos. Aquellos que parecían ejercer un control irrevocable sobre las finanzas mundiales son ahora percibidos y calificados despectivamente como "extraterrestres", se les considera como personas de otro planeta. Cuando se obstinan en seguir cobrando primas y obteniendo privilegios, entonces son ejecutados, por lo menos moralmente, en los debates televisivos. Y probablemente esto sólo acaba de empezar.

A partir de diversos componentes se obtiene así una explosiva mezcla política y social. No sólo aumenta la desigualdad, tanto en el marco nacional como en el global, sino que, ante todo, el rendimiento y el ingreso se han desacoplado ya por completo a los ojos de la ciudadanía. O peor aún: en el contexto del desmoronamiento de las finanzas mundiales se ha producido en las esferas más altas del poder un acoplamiento perverso entre gestión ruinosa e indemnizaciones millonarias. El pequeño secreto, que no hace más que agudizar la amargura, consiste en que este enriquecimiento codicioso se ha realizado de forma absolutamente legal, pero atenta a la vez contra todo principio de legitimidad.

La ira popular se enciende a causa de esta contradicción entre legalidad y legitimidad con la que la élite financiera ha incrementado fabulosamente su riqueza. Pero esta ira se enciende más aún, justamente, porque esta desproporción ha burlado todas las mediciones de los rendimientos y porque las leyes vigentes siguen encubriendo tan clamorosas desigualdades. Aquí también aparecen contradicciones en la apreciación. Unos dicen: necesitamos más impuestos para los que más ganan, ya que el mercado no está en condiciones de corregir sus propios excesos. Los otros consideran, según el viejo esquema, que esto no es más que una política de la envidia, y reclaman derechos que se apartan de las leyes.

La consecuencia de ello es que el grito de dolor socialista reclamando la igualdad es proferido justamente desde el centro herido de la sociedad y halla repercusión por doquier. Pero esta conciencia de la igualdad no hace ahora más que alimentar las desigualdades sociales de un modo políticamente explosivo. Las desigualdades sociales se convierten en material conflictivo que se inflama con facilidad, no sólo porque los ricos siempre son más ricos y los pobres más pobres, sino sobre todo porque se propagan normas de igualdad que están reconocidas y porque en todas partes se levantan expectativas de igualdad, aunque al final queden frustradas.

Una quinta parte de la población mundial, la que se encuentra en peor situación (posee, en su conjunto, menos que la persona más rica del mundo), carece de todo: alimentación, agua potable y un techo donde cobijarse. ¿Cuál fue la causa de que, en estos últimos 150 años, este orden global de desigualdades mundiales se mostrara a pesar de todo como legítimo y estable? ¿Cómo es posible que las sociedades del bienestar en Europa pudieran organizar costosos sistemas financieros de transferencia en su interior sobre la base de criterios de necesidad y pobreza nacionales mientras que buena parte de la población mundial vive bajo la amenaza de morir de hambre?

La respuesta es que éste es -o era- el principio de eficiencia que legitimaba las desigualdades nacionales. Quien se esfuerce será recompensado con bienestar, rezaba la promesa. A la vez, el Estado nación procuraba que las desigualdades globales se mantuvieran encubiertas y que pareciera que fueran legítimas e inalterables. Porque hasta entonces las fronteras nacionales separaban nítidamente las desigualdades políticamente relevantes de las irrelevantes. ¿Quién se preocupa por las condiciones de vida en Bangladesh o en Camboya? La legitimación de las desigualdades globales se basa así en el disimulo del Estado nación. La perspectiva nacional exime de mirar la miseria del mundo.

Las democracias ricas portan la bandera de los derechos humanos hasta el último rincón del planeta sin darse cuenta de que, de ese modo, las fortificaciones fronterizas de las naciones, que pretenden atajar los flujos migratorios, pierden su base legítima. Muchos inmigrantes se toman en serio la igualdad predicada como derecho a la libertad de movimientos, pero se encuentran con países y Estados que, justamente por la presión de las crecientes desigualdades internas, quieren poner fin a la norma de igualdad en sus fronteras blindadas.

La revuelta contra las desigualdades realmente existentes se alimenta así de estas tres fuentes: del desacoplamiento entre rendimiento y ganancia, de la contradicción entre legalidad y legitimidad, así como de las expectativas mundiales de igualdad. ¿Es ésta una situación (pre)revolucionaria? Absolutamente. Carece, sin embargo, de sujeto revolucionario, por lo menos hasta ahora. Porque las protestas proceden de los lugares más distintos. La izquierda radical acusa a los directivos de los bancos y al capitalismo. La derecha radical acusa una vez más a los inmigrantes. Ambas partes se corroboran mutuamente en que el sistema capitalista imperante ha perdido su legitimidad. En cierto sentido, son los Estados nación los que se han deslizado involuntariamente hacia el rol de sujeto revolucionario. Ahora, de repente, éstos ponen en práctica un socialismo de Estado sólo para ricos: apoyan a la gran banca con cantidades inconcebibles de millones, que desaparecen como si fueran absorbidas por un agujero negro. Al mismo tiempo, aumentan la presión sobre los pobres. Semejante estrategia es como querer apagar el fuego con fuego.

Este proceso sólo fue posible porque los decenios anteriores engendraron en muchos ámbitos de la economía una suerte de espíritu del superhombre nietzscheano. Pequeñas empresas locales eran transformadas en potencias globales por superhombres de la economía, y éstos cambiaron adecuadamente las reglas del poder en vigor. Llevaron las finanzas a la esfera de lo incalculable, que nadie, ni ellos mismos, podía entender. Pero su actuación parecía justificarse en que elevaron a cotas inauditas sus beneficios, su poder y sus ingresos.

La ideología predicaba que cualquiera podía triunfar. Esto era válido tanto para el comprador de bajos ingresos que obtenía su primera propiedad como para el malabarista que ignora los riesgos incalculables. El paraíso en la tierra consistía en que el primero podía comprar con dinero prestado y el segundo podía hacerse aún más rico, también con dinero prestado. Ésta era, y sigue siendo ahora, la fórmula de la irresponsabilidad organizada de la economía global. Ahora, en la caída libre de la crisis financiera, ambos salen perdiendo, aunque no exactamente de la misma manera. Mientras que los ricos poseen un poco menos, a los pobres apenas les alcanza para vivir. Después de haber subido, ahora el ascensor vuelve a bajar. Pero esto no amortigua la capacidad explosiva de la revuelta de la desigualdad que hoy se cuece.

Más bien al contrario. Las demandas de más igualdad, que encuentran su expresión en las actuales protestas, alcanzan la autoconciencia de Occidente en su núcleo neoliberal. En los decenios pasados se falsificó el sueño americano y sus promesas de libertad e igualdad de oportunidades por la promesa cínica de enriquecimiento privado. En realidad, este espíritu ha convertido a muchas y a muy distintas sociedades en dependientes de la droga de vivir con dinero prestado. La rutina diaria de las personas se basaba en la obtención de dinero rápido y barato, así como en la disponibilidad ilimitada de combustible fósil.

La vida misma ha perdido el control en ese anhelo permanente de obtener cada vez más y más. Ahora cabe preguntarse: ¿dónde están los movimientos sociales que esbozan una modernidad alternativa? De lo que se trata es de cosas tan concretas como de las nuevas formas de energía regenerativa, pero también de fomentar un espíritu cívico que supere las fronteras nacionales. Y de cualidades como la creatividad y la autocrítica, para que temas clave como la pobreza, el cambio climático o civilizar los mercados tengan un lugar central.


Fuente: El País.com
Autor: Ulrich Beck es sociólogo y profesor de la Universidad de Múnich y de la London School of Economics. Beck estudia aspectos como la modernización, los problemas ecológicos, la individualización y la globalización. En los últimos tiempos se ha embarcado también en la exploración de las condiciones cambiantes del trabajo en un mundo de creciente capitalismo global, de pérdida de poder de los sindicatos y de flexibilización de los procesos del trabajo, una teoría enraizada en el concepto de cosmopolitismo. Beck también ha contribuido con nuevos conceptos a la Sociología alemana, incluyendo la llamada "sociedad del riesgo" y la "segunda modernidad".
Traducción: M. Sampons.

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