Regresa el 'poder blando'. Por Paul Kennedy
El mundo ha acogido con esperanza la victoria de Obama. El futuro presidente puede y debe restablecer con algunos actos concretos la dañada imagen de su país. Wilson, Roosevelt y Kennedy son buenos ejemplo.
Hay mucho que decir -y se está diciendo- sobre la histórica victoria de Barack Obama en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, y los analistas de las fascinantes transformaciones de la sociedad estadounidense actual pueden explicar el resultado mucho mejor que yo. Pero, cuando observaba la extraordinaria reacción de otros países al triunfo de Obama, a la mañana siguiente de que el mundo conociera su victoria, sentí la tentación de ir un poco más allá.
¿Contribuirá el atractivo de este hombre en todo el mundo a la capacidad de Estados Unidos de persuadir a otros países para que acepten su liderazgo y aprueben medidas que Washington desee pero sobre las que los demás miembros del sistema internacional puedan no sentir tanto entusiasmo? ¿Convencerá a los Gobiernos y los pueblos de otras naciones de que las políticas made in USA son buenas para la humanidad en su conjunto?
Porque ésa es, al fin y al cabo, la definición del término poder blando defendida por el profesor de Harvard Joseph Nye en unos libros publicados en los años noventa. Durante demasiado tiempo, alegaba Nye, los estudiosos habían prestado una atención excesiva a los aspectos más duros del poder militar, económico y financiero, y habían ignorado la importancia de las características nacionales que permitían que determinados países "hicieran amigos e influyeran en la gente" mejor que otros.
Nye consideraba que un estilo de vida atractivo, una cultura interesante, la capacidad de ir de la mano de la opinión mundial en vez de ir en su contra, podían ser unas herramientas tan útiles para un país como la habilidad de los diplomáticos, la solidez financiera e incluso los grandes portaaviones. Es evidente que cuando Nye elaboró estas ideas, creía que Estados Unidos contaba con la mayoría de los atributos del poder blando; pensaba, con razón, que Hollywood, MTV y la cultura juvenil norteamericana tenían mucho más atractivo para el mundo que la desintegrada Unión Soviética y la falta de libertades en China.
Además, amplias zonas del mundo avanzaban en la dirección señalada por los fundadores de la nación norteamericana: democracia, imperio de la ley, libertad económica, etcétera. La posición de EE UU en el mundo estaba reforzándose, para confusión de los que escribían sobre el declive norteamericano. Las tres patas sobre las que se apoyaba su preeminencia -el poder militar, el poder económico y el poder blando- iban a mantener a la república en la cima durante generaciones.
Pero entonces llegaron George W. Bush, Dick Cheney, Donald Rumsfeld y las políticas neocon de activismo militar, agresividad ideológica, anulación de derechos humanos esenciales, excesiva importancia de "la guerra contra el terror" y una repugnancia patológica, ejemplificada en John Bolton, hacia el multilateralismo. De acuerdo con todas las formas de medir la opinión mundial -por ejemplo, los sondeos de la Fundación Pew-, el Gobierno de Bush se convirtió en la más impopular de la historia reciente de Estados Unidos. No es extraño, por tanto, que el poder blando estadounidense se viniera abajo. La capacidad de la Casa Blanca de convencer a otros países desapareció; la simpatía mundial tras los atentados del 11-S se evaporó poco a poco, incluso en países tradicionalmente amigos de Estados Unidos.
La alegría colectiva que experimentó hace dos semanas todo el mundo ante el final de la era de Bush fue prueba de hasta qué punto el país de Lincoln, Wilson, Franklin Delano Roosevelt y Kennedy se había ganado la antipatía internacional durante los últimos ocho años.
Sin embargo, el poder blando (soft power), quizá por su propia naturaleza, es muy volátil. Y seguramente es más ajustable y moldeable que, por ejemplo, un declive relativo y prolongado del poder militar y estratégico. Así que la pregunta que debe interesarnos es ésta: ¿servirá la victoria electoral de Barack Hussein Obama para devolver a Estados Unidos la tercera pata del taburete que sostiene su posición mundial: la ventaja del atractivo político e ideológico?
A juzgar por las noticias aparecidas en la prensa de todo el mundo, la respuesta es un sí sin reservas. Como era de prever, el presidente francés Nicolas Sarkozy, siempre dispuesto a ser el primero, envió a Obama este mensaje: "Su elección suscita en Francia, en Europa y en todo el mundo una inmensa esperanza". Y ofreció un abrazo francés que el próximo inquilino de la Casa Blanca haría bien en aceptar con cautela, aunque los sentimientos sean sinceros. Por lo demás, el júbilo en África e Indonesia, que sacan a relucir su relación con Obama, es general. Y según The New York Times, un librero de 24 años de Caracas, Venezuela, dijo: "Es agradable poder volver a sentirnos satisfechos de EE UU".
Los regímenes que no permiten elecciones libres están claramente inquietos por la onda expansiva de Obama, del mismo modo que sus adversarios políticos se sienten animados por este ejemplo asombroso de transparencia democrática. E incluso al fundamentalista más ciego de Hezbolá o Irán le será difícil acusar a alguien llamado Barack Hussein (descendiente del profeta) de tener un prejuicio antimusulmán intrínseco.
Desde luego, si Obama intenta apoyarse exclusivamente en los buenos deseos internacionales para impulsar políticas que beneficien a Estados Unidos, será como un automóvil que tratase de funcionar con aire caliente en vez de gasolina; y la luna de miel se acabará de inmediato.
Lo que debe hacer el próximo presidente es reconocer con claridad cuáles son las esperanzas que le han dado tanta popularidad en tantas partes distintas del mundo: las esperanzas africanas de que preste verdadera atención y ayude de verdad al atribulado continente; los deseos latinoamericanos de que mantenga las políticas liberales en comercio e inmigración, haga algo para superar el punto muerto en las relaciones con Cuba y muestre verdadero respeto por Latinoamérica; las aspiraciones en Europa, Canadá y Australia de que se tome en serio las obligaciones de Estados Unidos con las instituciones y los tratados internacionales, incluidos los compromisos ambientales y antiproteccionistas; y las esperanzas de los árabes moderados de que ofrezca algo más que buenas palabras a los palestinos.
Todas estas aspiraciones son mucho más fáciles de proclamar que de hacer realidad, como sin duda sabe Obama, y todas necesitarán compromisos entre algunas de sus promesas de campaña a los votantes estadounidenses y los simpatizantes con los que cuenta en el extranjero. Pero, si verdaderamente quiere restaurar el poder blando de su país, tendrá que empezar por ofrecer al mundo algunas de las cosas con las que sueñan los extranjeros; no todo el paquete, por supuesto, pero sí algunos elementos que den buena imagen y ayuden a aplacar los numerosos temores y preocupaciones mundiales.
Para eso, le será muy útil estudiar con detalle la retórica y las políticas de sus antecesores Wilson, FDR y JFK. Porque, como saben los historiadores de esas presidencias, ninguno de estos estadistas hizo nada más que defender los intereses "nacionales" de Estados Unidos. Lo que tuvieron en común fue el ingenio y la inteligencia para saber combinar lo que convenía a su país con lo que convenía al mundo o, al menos, a grandes partes de él. Convencieron a millones de personas en todo el planeta de que debían tener fe en el compromiso, el juicio y el liderazgo de EE UU y, por consiguiente, tomarse en serio las propuestas reformistas nacidas de la Casa Blanca. Y eso es la esencia del poder blando.
Ahora bien, este poder, como es blando, puede disolverse con rapidez. Una buena parte de un mundo ansioso espera anhelante la llegada de la presidencia de Obama y, en su mayoría, tiene la sensatez suficiente para no contar con una especie de milagro en los 100 primeros días. La gente va a juzgar lo que vea, como los votantes de Ohio y Florida, y está dispuesta a conceder al nuevo hombre el beneficio de la duda, pero no siempre, quizá no durante mucho tiempo. Como tantas otras cosas en la vida y la política, el intento de Obama de restaurar el poder blando estadounidense tiene un plazo.
Fuente: El País.com
Autor: Paul Kennedy ocupa la cátedra J. Richardson de Historia y es director del Instituto de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © 2008, Tribune Media Services, Inc
¿Contribuirá el atractivo de este hombre en todo el mundo a la capacidad de Estados Unidos de persuadir a otros países para que acepten su liderazgo y aprueben medidas que Washington desee pero sobre las que los demás miembros del sistema internacional puedan no sentir tanto entusiasmo? ¿Convencerá a los Gobiernos y los pueblos de otras naciones de que las políticas made in USA son buenas para la humanidad en su conjunto?
Porque ésa es, al fin y al cabo, la definición del término poder blando defendida por el profesor de Harvard Joseph Nye en unos libros publicados en los años noventa. Durante demasiado tiempo, alegaba Nye, los estudiosos habían prestado una atención excesiva a los aspectos más duros del poder militar, económico y financiero, y habían ignorado la importancia de las características nacionales que permitían que determinados países "hicieran amigos e influyeran en la gente" mejor que otros.
Nye consideraba que un estilo de vida atractivo, una cultura interesante, la capacidad de ir de la mano de la opinión mundial en vez de ir en su contra, podían ser unas herramientas tan útiles para un país como la habilidad de los diplomáticos, la solidez financiera e incluso los grandes portaaviones. Es evidente que cuando Nye elaboró estas ideas, creía que Estados Unidos contaba con la mayoría de los atributos del poder blando; pensaba, con razón, que Hollywood, MTV y la cultura juvenil norteamericana tenían mucho más atractivo para el mundo que la desintegrada Unión Soviética y la falta de libertades en China.
Además, amplias zonas del mundo avanzaban en la dirección señalada por los fundadores de la nación norteamericana: democracia, imperio de la ley, libertad económica, etcétera. La posición de EE UU en el mundo estaba reforzándose, para confusión de los que escribían sobre el declive norteamericano. Las tres patas sobre las que se apoyaba su preeminencia -el poder militar, el poder económico y el poder blando- iban a mantener a la república en la cima durante generaciones.
Pero entonces llegaron George W. Bush, Dick Cheney, Donald Rumsfeld y las políticas neocon de activismo militar, agresividad ideológica, anulación de derechos humanos esenciales, excesiva importancia de "la guerra contra el terror" y una repugnancia patológica, ejemplificada en John Bolton, hacia el multilateralismo. De acuerdo con todas las formas de medir la opinión mundial -por ejemplo, los sondeos de la Fundación Pew-, el Gobierno de Bush se convirtió en la más impopular de la historia reciente de Estados Unidos. No es extraño, por tanto, que el poder blando estadounidense se viniera abajo. La capacidad de la Casa Blanca de convencer a otros países desapareció; la simpatía mundial tras los atentados del 11-S se evaporó poco a poco, incluso en países tradicionalmente amigos de Estados Unidos.
La alegría colectiva que experimentó hace dos semanas todo el mundo ante el final de la era de Bush fue prueba de hasta qué punto el país de Lincoln, Wilson, Franklin Delano Roosevelt y Kennedy se había ganado la antipatía internacional durante los últimos ocho años.
Sin embargo, el poder blando (soft power), quizá por su propia naturaleza, es muy volátil. Y seguramente es más ajustable y moldeable que, por ejemplo, un declive relativo y prolongado del poder militar y estratégico. Así que la pregunta que debe interesarnos es ésta: ¿servirá la victoria electoral de Barack Hussein Obama para devolver a Estados Unidos la tercera pata del taburete que sostiene su posición mundial: la ventaja del atractivo político e ideológico?
A juzgar por las noticias aparecidas en la prensa de todo el mundo, la respuesta es un sí sin reservas. Como era de prever, el presidente francés Nicolas Sarkozy, siempre dispuesto a ser el primero, envió a Obama este mensaje: "Su elección suscita en Francia, en Europa y en todo el mundo una inmensa esperanza". Y ofreció un abrazo francés que el próximo inquilino de la Casa Blanca haría bien en aceptar con cautela, aunque los sentimientos sean sinceros. Por lo demás, el júbilo en África e Indonesia, que sacan a relucir su relación con Obama, es general. Y según The New York Times, un librero de 24 años de Caracas, Venezuela, dijo: "Es agradable poder volver a sentirnos satisfechos de EE UU".
Los regímenes que no permiten elecciones libres están claramente inquietos por la onda expansiva de Obama, del mismo modo que sus adversarios políticos se sienten animados por este ejemplo asombroso de transparencia democrática. E incluso al fundamentalista más ciego de Hezbolá o Irán le será difícil acusar a alguien llamado Barack Hussein (descendiente del profeta) de tener un prejuicio antimusulmán intrínseco.
Desde luego, si Obama intenta apoyarse exclusivamente en los buenos deseos internacionales para impulsar políticas que beneficien a Estados Unidos, será como un automóvil que tratase de funcionar con aire caliente en vez de gasolina; y la luna de miel se acabará de inmediato.
Lo que debe hacer el próximo presidente es reconocer con claridad cuáles son las esperanzas que le han dado tanta popularidad en tantas partes distintas del mundo: las esperanzas africanas de que preste verdadera atención y ayude de verdad al atribulado continente; los deseos latinoamericanos de que mantenga las políticas liberales en comercio e inmigración, haga algo para superar el punto muerto en las relaciones con Cuba y muestre verdadero respeto por Latinoamérica; las aspiraciones en Europa, Canadá y Australia de que se tome en serio las obligaciones de Estados Unidos con las instituciones y los tratados internacionales, incluidos los compromisos ambientales y antiproteccionistas; y las esperanzas de los árabes moderados de que ofrezca algo más que buenas palabras a los palestinos.
Todas estas aspiraciones son mucho más fáciles de proclamar que de hacer realidad, como sin duda sabe Obama, y todas necesitarán compromisos entre algunas de sus promesas de campaña a los votantes estadounidenses y los simpatizantes con los que cuenta en el extranjero. Pero, si verdaderamente quiere restaurar el poder blando de su país, tendrá que empezar por ofrecer al mundo algunas de las cosas con las que sueñan los extranjeros; no todo el paquete, por supuesto, pero sí algunos elementos que den buena imagen y ayuden a aplacar los numerosos temores y preocupaciones mundiales.
Para eso, le será muy útil estudiar con detalle la retórica y las políticas de sus antecesores Wilson, FDR y JFK. Porque, como saben los historiadores de esas presidencias, ninguno de estos estadistas hizo nada más que defender los intereses "nacionales" de Estados Unidos. Lo que tuvieron en común fue el ingenio y la inteligencia para saber combinar lo que convenía a su país con lo que convenía al mundo o, al menos, a grandes partes de él. Convencieron a millones de personas en todo el planeta de que debían tener fe en el compromiso, el juicio y el liderazgo de EE UU y, por consiguiente, tomarse en serio las propuestas reformistas nacidas de la Casa Blanca. Y eso es la esencia del poder blando.
Ahora bien, este poder, como es blando, puede disolverse con rapidez. Una buena parte de un mundo ansioso espera anhelante la llegada de la presidencia de Obama y, en su mayoría, tiene la sensatez suficiente para no contar con una especie de milagro en los 100 primeros días. La gente va a juzgar lo que vea, como los votantes de Ohio y Florida, y está dispuesta a conceder al nuevo hombre el beneficio de la duda, pero no siempre, quizá no durante mucho tiempo. Como tantas otras cosas en la vida y la política, el intento de Obama de restaurar el poder blando estadounidense tiene un plazo.
Fuente: El País.com
Autor: Paul Kennedy ocupa la cátedra J. Richardson de Historia y es director del Instituto de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © 2008, Tribune Media Services, Inc
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