Cien días bien aprovechados. Por Francisco G. Basterra

Como le ocurrió a John F. Kennedy en sus primeros 100 días, en plena guerra fría, también a Obama, casi medio siglo después, se le ha aparecido el fantasma de la CIA. Para JFK fue el regalo envenenado de Eisenhower y la CIA de Allen Dulles, con la invasión de Cuba por mercenarios con apoyo militar norteamericano que concluyó, en abril de 1961, con el fracaso de Bahía Cochinos y la consolidación del castrismo. Kennedy no se atrevió a suspender la invasión servida en bandeja por su antecesor republicano. Obama se vio obligado la semana pasada a acudir a la sede de la CIA, en Langley, a las afueras de Washington, para garantizar a sus agentes que no serán perseguidos legalmente por las torturas perpetradas contra supuestos terroristas islámicos. El presidente de EE UU ya ha topado con la razón de Estado y la zona gris de la política, que acaban encogiendo las promesas y los ideales morales del político en campaña.
Lincoln tenía razón cuando confesó: "No he controlado los acontecimientos, éstos me han controlado a mí". Pero la tozudez de las historias mal sepultadas, en España todavía lo debatimos, sólo empaña parcialmente el arranque fulgurante y, en gran medida, acertado de la presidencia de Obama. Lógicamente no puede reclamar aún logros importantes. Pero Obama sí ha demostrado que es capaz de hacer más de dos cosas a la vez. Aun siendo consciente de que la lucha contra la crisis hará o deshará su presidencia, ha atendido a otros frentes. Obama ha conseguido en este primer compás de su presidencia dos objetivos fundamentales. En primer lugar, ha obtenido la luz verde del resto del mundo para que sea EE UU, el país que ha infectado todo el planeta, quien refunde el capitalismo. Para ello utilizará las mismas instituciones que le han servido para mantener su hegemonía económica desde 1945. El fin del capitalismo tendrá que esperar.
En segundo lugar, Obama ha pasado la esponja para lavar la negativa imagen de EE UU consolidada globalmente tras ocho años de presidencia de Bush. Con sus promesas de diálogo entre iguales, de no imposición -"He venido a escuchar, no a dar lecciones", dijo en Europa- y reconocimiento de errores en Latinoamérica arrebata las banderas de las que se ha alimentado el antiamericanismo. Se trata de dar los primeros pasos para restaurar una cierta indispensabilidad de EE UU, ayudada por una China embebida en sí misma, y una Europa incapaz de traducir su peso demográfico y económico en influencia polío a Turquía y ha ofrecido un diálogo respetuoso con el mundo musulmán. Ha reconocido la importancia de Irán; ha reprogramado la relación con Rusia y anuncia un diálogo estratégico y económico con la poderosa China. Sin embargo, se le ha atragantado Oriente Próximo y plantea una nueva guerra en Afganistán mientras el radicalismo islámico amenaza con colapsar Pakistán.
Obama todo lo hace con sentido práctico. Salta por encima del proceso político y continúa en campaña dirigiéndose directamente a los ciudadanos. Utiliza como nadie el púlpito que le ofrece la Casa Blanca. Su ideología es el estilo, la visión de futuro, la promesa de un nuevo EE UU. Ha visto el otro lado del túnel o así nos lo hace querer creer. No nos engañemos, Obama rechaza el declive de EE UU. Probablemente crea que podrá ejercer durante años una hegemonía benigna. Como ha escrito Parag Khanna en su provocador libro, recién publicado en España, El segundo mundo (Paidós), "EE UU podría realmente incrementar su influencia si atempera su poder". Quizás Obama esté tratando de hacerlo.

Autor: Francisco G. Basterra, español docente en la Universidad Complutense. Ex director general de CNN+ y director de los Servicios Informativos de Canal+. Colaborador habitual de El País, del cual fue subdirector de la edición dominical.
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